Comenzó su ritual. Ishtar avanza pausada, sin prisa, hacia el
borde del agua. Deja caer su
túnica y
una luna pálida ilumina el cuerpo desnudo.
Olores de hierbas milenarias embriagan los sentidos, y la vida, oculta en
la vegetación, late en el silencio de la noche.
Moja sus pies. Ante ella, un hermoso
rostro de mujer se dibuja ondulante en
la superficie movediza del río. Desde el
otro lado del espejo la mira a
los ojos con fijeza y lee su mente
mientras le sonríe con complicidad,
conocedora de todo lo que habita en ella.
La diosa sigue avanzando y lentamente el agua sube por sus piernas , por sus muslos, por
su cintura, por sus pechos, por sus hombros, hasta cubrirla -al fin- toda.
Un mundo ingrávido, intemporal, la acoge.
Extiende sus brazos y se mueve como un pez. Nada entre las copas de
los árboles que se hunden en el lecho del río y una corriente suave la empuja sin violencia,
envolviéndola como una caricia leve, besándole los párpados, anegando sus labios.
Hay luces y sombras en ese inframundo de agua
poblado de seres mitológicos con apariencia humana y máscaras cambiantes. Ante
la diosa, los genios del río adoptan las más bellas
facciones imaginadas.
Entonces, Ishtar piensa en su amante, en la ansiedad que debe provocarle la espera, en cómo la imagina - en su urgencia - ofreciéndose a él como un regalo del cosmos, teñida de luna y oliendo a madreselva. Sabe que él la espera, que todo el ser del hombre tiembla ante la imagen
deseada – Venus naciente de mirada oscura y carne palpitante :
“ella
estará vaciando sus manos de agua cargadas de esencias por su
cuerpo y cada rincón de su piel será el cielo - ¡mi cielo!- un cielo que
nadie alcanza, paraíso exclusivo de mis sentidos, de mi ansia nunca saciada de ella”.
Sonríe
colmada de sensualidad y piensa
en el mortal sin rostro, en sus brazos , en su boca – buscándola - en la fuerza
controlada de su empuje, en su ardor sin límite, en el grito salvaje que preludia
los cuerpos ya vencidos…
La
noche, deshecha en jirones argénteos, se tiñe de una bruma extraña El río abre su espejo y emerge un cuerpo bañado en luna .
Entre la vegetación,
diminutos seres zoomórficos observan la
silueta desnuda de la diosa, enigmática,
en blancos y grises, salpicada de pequeñas perlas de agua que van deslizándose lentamente por las líneas del rostro, se detienen en los labios, descienden con languidez atrevida a lo largo de su cuello, rozan como una
lengua húmeda el contorno de sus pechos y terminan perdiéndose - como
un amante enloquecido - en los valles
profundos de su cuerpo.